13/6/11

Rinlo

Un año más se nos echa el verano encima. El paso de las estaciones te coge por sorpresa y si no te apresuras, el cambio del color del cielo puede pasarte desapercibido. Tan rápido, tan sutil…Tanto tiempo sin salir y de pronto, ¡un día perfecto! Dudas a primera hora, pero de forma casi inmediata, nos decidimos a rodar en moto. La idea no estaba muy clara, pero al ver que estábamos todos dispuestos, salimos hacia Rinlo a eso de las 12 de la mañana. Nos esperaba un arroz caldoso que resultaría ser un autentico espectáculo. La ruta, transcurría por la costa, aprovechando los tramos de autovía para acelerar un poco, pero había ganas de charlar, de compartir cada minuto, por lo que hicimos un alto en Navia para visitar El Antolín, un clásico de la ruta. Entonces supimos que iba a ser un día grande. ¡Hay tanta complicidad entre nosotros! Basta un gesto para saber en que punto estamos, y eso hace que se disfrute de la compañía tanto o más que de la ruta. Lo cierto es que salir por donde quiera que se nos ocurra en estas tierras y con este grupo, se convierte cada vez en un placer y una sorpresa.
Ante las primeras cervezas del día y saboreando los aperitivos que imaginamos como preludio de una gran comida, hicieron acto de presencia las primeras risas. Llegaron como siempre, sin forzarlas. Y con nosotros estuvieron hasta muy entrada la noche. Los primeros chistes, las primeras bromas, una Custom entre la nobleza, y el sol que nos esperaba fuera, formaban el marco ideal para el perfecto día de ruta.
Entrar en Galicia siempre es un placer. Los pequeños pueblines que jalonaban la costa nos daban la bienvenida con un simpático acento. Pasado Ribadeo, por la carretera que nos llevaría a Burela, se encuentra Rinlo, en Galicia, en la hermosa “mariña” de la provincia de Lugo. Dada mi naturaleza fantasiosa, voy a creerme los cuentos y leyendas que sitúan sus orígenes en la época de los Vikingos. Por un momento me parece ver un gran Drakkar llegando a la costa repleto de barbudos guerreros dispuestos a luchar hasta la muerte. ¡Por Odín, dios de la guerra, por Thor, dios del rayo, arrasemos esta aldea…no sin antes hacernos con la receta del arroz, por supuesto!
En cualquier caso, La Cofradía de Rinlo es un buen lugar para saborear el arroz caldoso previamente encargado. Mientras hacíamos tiempo hasta que llegara la hora reservada, bebimos un estupendo Riveiro, que desato nuestras lenguas e hizo aflorar el ganso que todos llevamos dentro. A la hora en punto nos colocaron delante el arroz. ¡Una maravilla! Abundante, sabroso, repleto de gambas, bogavante, almejas… Para repetir. Y eso hicimos. Una vez… y otra, y otra… Se me hace la boca agua al recordarlo. Entre arroz y Riveiro, sin olvidar la tarta de crema de castaña, decidimos pasar por la tarde a ver la playa de las Catedrales. No estaba lejos y algunos no habíamos tenido la oportunidad de verla. Un acierto.
Allí paramos la broma durante al menos un par de minutos. La majestuosidad de los acantilados nos dejó sin habla. Con marea baja, algunos curiosos deambulaban por entre las inmensas formaciones rocosas situadas a lo largo de varios kilómetros. Separadas de la península apenas unos metros, configuraban un impresionante paisaje. Pero pronto volvimos a encontrar motivos para la risa y entre chanzas, chacotas, befas y risillas, montamos de nuevo para encontrarnos cara a cara con la ruta. Una ruta conocida, pero siempre desafiante, una ruta para rodar. Luarca fue de nuevo lugar de fonda. Un poco más de charla y tiempo para decidir el fin de la jornada. Ninguno parecía querer acabar la jornada, tal vez Kadio, ¡que había dormido poco!...pero no tardo en unirse a la idea. Todavía teníamos mucho que reír, de modo que se nos ocurrió llegar hasta el Guelu, una sidrería que se esta convirtiendo en habitual fin de ruta para nuestras salidas.
Iban a ser unos culines y termino siendo el escenario del juego de las películas más disparatado que yo recuerde. Del arroz ya no quedaba resto, por lo que el cuerpo pedía de nuevo sustento y a ello nos pusimos con pasión. Sidra, criollos, costillas y patatas, fueron cayendo entre bromas cantos y bailes. Tanto bien estábamos, que, ubicados bajo el hórreo del prao, comenzamos el juego de las películas. En serio, no recuerdo haberme reído tanto en mucho tiempo. ¡A la hora Xana terminamos!

Agotado, pero muy feliz, pase más de una hora sentado en casa repasando un día que difícilmente podré olvidar. Gracias por eso, y por estar ahí. Hasta la próxima.

22/4/11

La Hermandad

Cuando sonó el despertador y abrió los ojos, enseguida se dio cuenta de lo que le esperaba. Con mucha más actividad que en los diez últimos años, se levanto de la cama y se dispuesto a pasar el día de la mejor forma posible. Preparo un desayuno distinto. Esta vez se permitió comer galletas de avena y la mantequilla que su proveedor le había hecho llegar. Miro por el escaso ventanuco de la casa y comprobó que a su alrededor no había cambiado nada. Su mundo no parecía saber que hoy iba a ser un día especial. Vistió la ropa de siempre y se puso la chaqueta que le había sido entregada al llegar. Vieja por el paso de los años, pero sin llegar a resultar atractiva, los colores parecían haberse apagado, tornándose en una variedad de grises que resultaba tan aburrida como el entorno. Torció el gesto con desagrado, pero enseguida, una sonrisa se dibujo en su rostro. Esa era la última vez que vestiría semejante aberración. Cogió el casco de forma automática y bajo por las escaleras los tres pisos que le separaban del garaje. Al fondo, entre otro montón de espantosas motocicletas, esperaba su condena. Una Racing eléctrica de color verde pistacho, con más arañazos de los que una persona inteligente podía aguantar. Ni un cromado, ni una mala calavera. ¡Un horror! Al arrancarla, volvió a sentir aquella sensación que le estuvo oprimiendo cada mañana en los últimos diez años. Movió la cabeza y sin querer pensar en ello salio disparado hacia la puerta que le llevaría al exterior. Motos y más motos, todas iguales a cada lado del enorme garaje parecían decirle adiós con envidia.
Un día más, el último afortunadamente, condujo con nerviosismo hacia la autorruta que le llevaría a la oficinas del MIC (Modulo de Investigación del Comportamiento), para realizar el último chequeo. En el, había prestado sus servicios desde
que llego al centro. Tuvo que reducir la velocidad al llegar a la autorruta, ya que los radares se activaban a su paso. La ley de 2011, todavía vigente, no permitía conducir a más de 110 km/h por lo que los viajes se hacían tremendamente aburridos. Incorporado al tráfico de cada mañana, se dejaba llevar por el recuerdo de tiempos mejores. Tiempos de ruta y paisajes, tiempos de amigos. Intentando olvidar una conducción exageradamente lenta, paso los 20 minutos que le separaban del centro de trabajo. Mirando alrededor, apenas distinguía las diferencias entre los vehículos. En su desvío, otras muchas máquinas le acompañaron hasta el gigantesco aparcamiento numerado que el MIT ofrecía a sus internos. Como en una desesperante procesión de almas grises, se dirigió al torno BV35, por donde hizo pasar su tarjeta en lo que sería su último control en el Centro. Nadie parecía conocerle, lo cierto es que casi nadie hablaba. Se miraban con desidia unos a otros, de forma fugaz. Creyó detectar envidia en uno de sus compañeros, pero enseguida desecho la idea por absurda. En los 10 años de permanencia apenas observo un atisbo de sentimiento en quienes le rodeaban. Todos estaban institucionalizados. Su reducto laboral se encontraba en la planta 33, donde apenas se oia el constante rumor del aire acondicionado. Miro su lugar de trabajo y sintió frío. Pensar en pasar aunque fuera un día más en aquel lugar le erizaba el cabello.
En la pantalla de su ordenador se encontró con la agenda diaria parpadeando. A las 10,30 tenía que presentarse ante el supervisor para la gestión administrativa. Firmar su salida era el punto culminante, justo después de que le entregaran sus objetos personales. En 10 años apenas había cambiado, un poco más de pelo, no se permitían los rapados, afeitado con exagerada pulcritud, y un par de kilos de menos producto del ejercicio que se veía obligado a realizar para olvidar donde se encontraba. Con menos sigilo que en otras ocasiones, tecleo la dirección de una página sobre el tiempo y devolvió los correos que le demandaban informes, remitiéndolos al supervisor, quien se encargaría de redirigirlos a quien correspondiese. Miraba la hora constantemente, y al llegar las 10,30, una alerta apareció en la pantalla. ¡Había llegado el momento! Apagó el ordenador y ante la sorpresa de sus compañeros, se dirigió hacia la puerta de salida. Alguno comprendió lo que ocurría, los que llevaban allí más tiempo. El resto meneaba la cabeza creyendo que iba a ser reprendido. Cuando se supo fuera del alcance de las cámaras, se volvió y con un silencioso gesto de su mano dejo claro lo que opinaba. Mientras andaba por el pasillo apenas podía reprimir la sonrisa. Llamó repetidas veces a la puerta del controlador, y cuando este le hizo pasar, entro decidido a encontrase con su pasado. Presento la tarjeta y dijo, - ¡Último día! - Le miraron de arriba abajo y mientras contestaba a las preguntas de rigor, recordó porque había llegado allí.
-¡Conducir a 120 km/h le supone 10 años de retirada!- decía el juez. En el año 5130, la velocidad, y más si ibas en moto, podía salirte cara. Además, la hermandad no estaba bien considerada por la Ley. Siempre se habían destacado por su lucha contra algunas de las absurdas leyes aprobadas desde la nefasta crisis del siglo XXI. Con la sentencia, le fue retirada su custom para ser reciclada. Los primeros años en el centro, creyó que no aguantaría. No se le podía visitar. El efecto del retiro debía ser inmediato y total, por lo que nada más supo de la hermandad. Cada día un horror y cada noche una pesadilla. Pero aprendió a esconder su estado de ánimo y logro salir adelante los dos primeros años. Después todo fue más fácil.

El Centro se encontraba bajo una enorme cúpula de acero. Fuera del alcance de quienes quisieran atacarlo y su ubicación, quedaba cercada tras un altísimo muro que rodeaba el perímetro en su totalidad. Por aquellos días, la población del Centro doblaba a la de cualquier populosa ciudad del siglo XX. Desde el primer día, los vigilantes del Centro, se empeñaban en hacerles olvidar la vida que habían llevado. Se trataba de que el custodiado saliera del perímetro completamente rehabilitado. Con una gestión agobiante del tiempo, llenaban los días de trabajo y ocio controlado, dirigido todo a ese mismo fin. Ropa anodina, una motocicleta para el transporte individual, un piso de no más de 50 metros, y cientos de cámaras de vigilancia completaban el paquete con el que tuvo que vivir durante su estancia. Aunque las condiciones imitaban casi a la perfección el exterior, no era lo mismo. El tiempo y la rutina convertían a los encerrados en monigotes sin apenas voluntad. Todo estaba prohibido. La música, clásica, y seleccionada. La lectura, escogida…Afortunadamente, se podía conseguir libros prohibidos gracias a ciertos proveedores. Y durante 10 años, esos libros y la imaginación desbordante que siempre tuvo le mantuvieron cuerdo.
El jefe de la seguridad del Centro le entrego un abultado paquete, con todo lo que llevaba el día de su retirada. Por seguir con la actuación, casi ni le presto atención. Lo miro por encima y asintió con un gesto. Una lanzadera le llevo hasta el borde del perímetro, a unos 20 km del límite vigilado. La cámara le siguió hasta un enorme portón que daba entrada al pasillo de salida. Anduvo durante una eternidad, para llegar ante una triple puerta de acero. Al abrirse, la luz del sol le cegó. No pudo ver nada durante unos segundos. Metió la mano en la bolsa y saco las gafas de sol tanto tiempo olvidadas. Cuando hubo acostumbrado la vista avanzó lentamente hacia la carretera. Tenía que coger un transporte comunitario que le alejase de aquel lugar. De pronto, como un espejismo, comenzaron a dibujarse las líneas de lo que parecía ser una multitud ruidosa. Hecho la mano a la frente y espero. Lo que vio casi le hace llorar. Una perfecta formación de motocicletas rodeaba la furgoneta negra. Sobre ella, creyó ver su pasado. ¡Pero no era posible, las custom eran destruidas! Sin embargo allí estaba, grande, negra y limpia. Pararon apenas a 3 metros y de la primera moto bajo su hermano, un poco más viejo y más gordo, pero igual de feo. Se conocieron de pequeños, y nunca se habían separado más de dos días. Hasta su retirada. Mientras el resto permanecía sobre las monturas, los dos amigos se abrazaron con fuerza. Entonces comenzaron a sonar los motores, uno tras otro formando un estruendo acompañado por los gritos de toda la hermandad. Allí se acabo el orden, todos corrían a abrazarle y a darle golpes en la espalda, hasta que se fueron separando para dejar paso a la máquina. Ladeo la cabeza para contemplarla y por primera vez desde hacía 10 años se sintió vivo. - ¡La hicimos para ti!. ¿Creías que te habíamos olvidado?- Se quedo mirándola hasta que alguien dijo,-¡que, ¿nos vamos?!- Entonces comenzó a desnudarse allí mismo y saco de la bolsa sus antiguos pantalones, un cinturón de cuero con la hebilla de plata, su vieja camisa de The Punisher, unas gastadas botas y la cazadora. A la espalda el aguila de su hermandad, por delante, un viejo parche que rezaba, “Honor y Lealtad”. Cabalgo su montura y al hacerla rugir respiro profundamente. -¡Llévanos!- le dijo su hermano, y ocupando el primer lugar en la formación avanzo con la cabeza levantada hacia lo que seguro iban a ser un futuro lleno de sol y rutas. Lanzo un grito que sonaba a libertad y mientras se alejaban, una hoguera consumía los restos de un tiempo que pretendía olvidar lo antes posible.

26/3/11

El Nacimiento de una pasión

Me encantaba salir los fines de semana con el coche. Llevaba conmigo más de 4 años y tenía todo lo necesario para disfrutar de los paisajes que te ofrecía la Comunidad de Madrid. Un buen equipo de música, motor diesel de bajo consumo, buenos amortiguadores y ruedas nuevas cada 60.000 km. Había trabajado muy duro para comprarlo, y no quería que se estropease por falta de revisiones. Tanto me gustaba que desde que lo tuve, no paraba de salir a la carretera en cuanto tenía unos días. La sierra de Madrid fue lo primero que conocí. Desde la salida por el Escorial hasta Navacerrada, parando en cada pueblo de la zona, para conocer su gastronomía, que me gusta comer una barbaridad, y sus historias. Todos los pueblos tienen algo que contar. Mirando sus viejos edificios, hablando con sus habitantes. Era un pasatiempo del que poco a poco fui enamorándome hasta que lo convertí en una válvula de escape en mi monótona vida. Cargaba el coche con unas mantas, el saco, la linterna y provisto de víveres suficientes, buscaba una carretera alejada del tráfico intenso para perderme por sus pueblos.

Recuerdo que era sábado por la mañana. Acababa de dejar la Ermita de la Cuatro Calzadas, en Collado de Contreras y me dirigía hacia Fontiveros. La carretera no era muy buena, pero tenía un paisaje digno de fotografiar. Mi intención era llegar a Peñaranda de Bracamonte donde pensaba pasar la noche. Nada me aviso de lo que estaba a punto de ocurrir. Al salir de una curva no demasiado cerrada estuve a punto de pasar por encima de una moto que se encontraba tirada en el asfalto. Unos metros más allá, inmóvil, pude distinguir la figura del piloto. Retrocedí un poco y coloque el triángulo de emergencia mientras llamaba al 112. Me acerque al caído. Apenas se le notaba el pulso. Su cabeza estaba torcida, con los ojos abiertos y llenos de lágrimas. Miraba directamente al lugar donde se encontraba su montura. Quise animarle, pero el parecía estar ya en otro mundo. Poco más de 30 minutos después llegaba la ambulancia y cuando estaban apunto de llevárselo me agarró la mano con fuerza y mirándome a los ojos me dijo algo que no entendí. “No dejes que la maten, hazla rodar de nuevo”. Lo dijo una y otra vez, “No dejes que la maten, hazla rodar de nuevo”.

Le vi alejarse mientras yo declaraba ante la Guardia Civil. Las luces de la ambulancia desaparecieron tras una lejana curva, pero en mi cabeza resonaban sus últimas palabras.

-¿Que moto es?- pregunte a los agentes.

-Una Burgman 650

Tuvieron que explicarme que era una Scooter de gran cilindrada. También me dijeron que su dueño era un tipo de Madrid y que tratarían de encontrar a su familia.

Mientras llegaba la grúa que habría de llevarse los restos de la moto, me acerque a ella para examinarla de cerca. El accidente tenía que haber sido muy aparatoso, porque la moto estaba terriblemente abollada por ambos lados. Los grandes espejos retrovisores colgaban de sus cables y el manillar había quedado deformado. La rueda delantera estaba destrozada, y el tubo de escape lo encontré tres o cuatro metros más adelante. Un reflejo me llamó la atención. Me acerque más y logré distinguir el número 650, destacando poderosamente en el negro de la chapa. Era como si ese pequeño espacio no hubiera sido rozado por el asfalto en ningún momento. Como si con el reflejo del sol hubiera querido llamarme. Me quedé junto a ella hasta que llegó una grúa para llevársela. “No dejes que la maten, hazla rodar de nuevo”.

-Perdone,- pregunte sin pensarlo,- ¿que van a hacer con la moto?

-Se quedará en deposito hasta que su familia decida que hacer con ella.

“No dejes que la maten, hazla rodar de nuevo”. No se me iba de la cabeza esa frase. Un enorme malestar me invadió al ver como desaparecía de mi vista. Tenía la sensación de estar haciendo algo mal. Pero no llegaba a comprender que podía ser. Era evidente que yo no me podía quedar con la moto. No era mía. Y además, ¿que sabía yo de esos trastos? Mientras volvía al coche recordaba los ojos del piloto mirando los restos de su moto. Nunca había visto nada igual. Ese fin de semana se acabó en aquella curva. Volvía a mi casa demasiado rápido. No quería estar en la carretera, y esa sensación no me gustaba nada.

Tres semanas más tarde, casi había olvidado el incidente. Estaba rodeado por la agobiante rutina de un trabajo nada apetecible y el siempre caótico tráfico de la gran ciudad. Eran las tres de la tarde y me encontraba en el Madrid Rock de la calle Gran Vía. Sabía que iban a cerrar y quería despedirme de quienes me habían aconsejado durante años. Al salir la vi. Negra, brillante, y enorme. Ese número me hizo revivir de nuevo el accidente. Y la frase de aquel tipo que llorando miraba su moto. “No dejes que la maten, hazla rodar de nuevo”. Y de pronto, sobresaltándome, sonó la melodía de Benny Hill que hacía las veces de timbre en mi teléfono portátil.

-Luis,… ¿es usted la persona que aviso del accidente de un motorista hace tres semanas?

-Si, ¿quien es usted?

-Me llamo Celia, soy la mujer del motorista. He sabido su teléfono por la Guardia Civil. Siento molestarle, pero me gustaría hablarle.

-Claro, ¿cómo está su marido?

-........Murió esa misma tarde...

-¡Joder!,... lo siento mucho...

-Me gustaría verle. Usted fue la última persona que pudo hablar con el. Se que parece raro, pero no puedo dormir...y ...bueno, tal vez,... creo que dijo algo de la moto.

-Si, es curioso, pero acabo de recordarlo al ver una moto igual que la de su marido.

-¿Cree que podríamos vernos esta tarde?

-Claro, no me apetece volver al trabajo. Estoy en la Gran Vía. Si quiere la invito a un café.

-Si esta cerca de Callao podemos ir al Coffee & Te.

-Me vale. ¿Cuanto tarda?.

-Deme media hora. Y ...gracias... Por cierto, ¿como le conoceré?

-Busque un tipo bajito, con cara de mala leche y barba de tres días

Colgué un poco tocado por la noticia. No pensaba que me iba a afectar tanto. Hice tiempo por la FNAC y cuando se acercaba la hora me senté en una mesa alejada de la calle. No podía imaginar que le pasaba por la cabeza a esa mujer. Perder a un ser querido de esa forma tiene que ser difícil de asimilar.

Estaba tan ensimismado que no me di cuenta de que alguien me miraba intensamente. Ladeé la cabeza y la sonreí. Desde luego no era como la había imaginado.

- ¿Luis?

-Si

-¿Puedo sentarme?

-Por favor...

Hubo un silencio incomodo.

- Supongo que le habrá extrañado esta llamada. ... Lo cierto es que empece a pensar en usted después de leer los diarios de viajes de mi marido. Él escribía lo que había vivido en cada viaje. Desde las rutas en Domingo, hasta las concentraciones de más de un día. Le encantaba ese mundo. ¿Es usted aficionado a las motos?

- No. Tuve una de joven pero no me gustaba pasar frío. Soy de los que se cabrean cuando uno de esos trastos hace el animal por entre los coches. Discúlpeme la franqueza, pero no entiendo a los motoristas.

- Yo al principio tampoco. Cuando me case con Eduardo eso era lo único que no comprendía. Pero era su pasatiempo. Era su vida. Decía que sin esas salidas con los amigos, sin la libertad que le daba la moto, no podría aguantar. Me decía que su única pena era que yo no la compartiera con él. Y era muy persistente. Ya había conseguido que montara alguna vez... pero no en ese día.

-Tuvo suerte...

-¿Usted cree?

Me miro sonriendo. Y yo seguía sin entender. Estaba menos afectada de lo que yo había imaginado. Pareció leerme el pensamiento.

- Mejor morir por una pasión que por un cáncer. Esas eran siempre sus palabras cuando aludíamos al tema. Él era así. Y lo cierto es que esa fue su felicidad. Me encantaba oírle cuando hablaba de sus compañeros, de sus viajes, de las motos de los demás... Era feliz. Conocía el riesgo, pero no podía evitar sentirse vivo cuando salía a rodar.

Durante varias horas me estuvo contando las aventuras de su marido y de sus amigos. La escuchaba hablar y pensaba que en esos momentos era cuando más cerca estaba de él. Me contó que no sabía que hacer con la moto. Que la tenía en el taller pero, no sabía que hacer.

-Creo que su marido si lo sabía. Mientras esperaba a la ambulancia me dijo algo que creo que iba dirigido a usted. Era algo así como “No la dejes morir, hazla rodar de nuevo”. Lo repetía constantemente mientras miraba la moto tendida en el suelo.

- ¿Quiere decir que a pesar de saber que estaba muriéndose pensaba en la moto?

-No sé si sabía como estaba, pero que le dejó un mensaje esta claro.

- El lo sabía, era médico... Pero a lo mejor el mensaje no era para mí. Usted estaba a su lado.

-Ya, pero yo no le conocía. Además, ¿qué sé yo de motos?

-De Scooters, era una Mega Scooter.

Lo que ocurrió después tuvo más que ver con mi curiosidad que con las ganas de tener una moto. Me dijo que habría un funeral al que acudirían todos sus amigos. Me pidió que la acompañara, dijo que necesitaba un brazo en el que apoyarse, y yo no pude negarme. No se porque, pero sentía la necesidad de despedirme de aquel tipo, al que casi ni le había visto la cara. Nos separamos después de más de cuatro horas. Una locura. Me quedé sentado en aquella mesa intentando averiguar que es lo que me atraía de aquel amasijo de hierros y chapa. Frente a la puerta del café paro una Scooter, una Burgman 650 plateada. Me levante y fui hacia su propietario quien se estaba quitando el casco en ese momento. – ¡Estáis como cabras!,- le dije. Y me miro sin comprender. Me aleje de allí y camine durante un rato fijándome por primera vez en la cantidad de Scooters que circulaban por Madrid.

La Iglesia estaba llena. Más de 150 personas se agolpaban en la pequeña capilla del pueblo. Todos vestidos con chaquetas de moto, algunos incluso con los pantalones, muchos monos de cuero, y todos en silencio. Un silencio que desgarraba el alma. Un silencio respetuoso que duro todo el funeral. Al salir a la plaza se veían las motos formando un semicírculo. Scooters en primer lugar, pero por detrás, dejando patente su presencia por la variedad de colores, motos de todo tipo. Grandes y pequeñas mostraban su respeto al fallecido. De pronto, a una señal los motores rugieron. Un ruido infernal que de manera uniforme fue desapareciendo hasta quedar tan solo el ronroneo de una solitaria Burgman 650. Todos en silencio. Callo la moto y en la plaza no se oía ni el vuelo de una mosca. En medio del silencio, se escuchó una voz firme, alegre y clara que decía; “Espéranos Eduardo, a esa concentración iremos todos tarde o temprano”. Arrancaron, y en fila, desaparecieron por la calle Real. Nosotros nos quedamos allí. Mientras las veíamos desaparecer, por primera vez, desde que la vi en aquel café de Callao, rompió a llorar.

-Quédate con ella Luis. Tiene que rodar de nuevo

Y no se porque, conteste que si. Al día siguiente me acerqué al taller para preguntar por aquella moto negra. La tenían apartada en un garaje, con la mayoría de las piezas en cajas de cartón. Me interesó saber si tenía arreglo, si quedaría bien una vez terminada y si costaría mucho dinero verla de nuevo en la calle. La respuesta me hizo gritar.

-Pues ala,- dije – al chatarrero con ella.

“No dejes que muera, hazla rodar de nuevo”. Puñetero Eduardo, se había metido en mi cabeza y no había forma de apartarlo de mí. Después de negociar con el dueño del taller durante un rato, quedamos en que el mismo iba a trabajar en la moto, cuando tuviera un minuto. Por contra yo no pondría plazo de entrega y podía ir pagándola poco a poco. Me fui moviendo la cabeza y con la idea de venderla al mejor postor.

Una semana más tarde me pasé por el taller. Era casi la hora de cerrar y tan solo estaba el dueño. El era quien se encargaba de la Mega al terminar la jornada laboral. Cada día un pequeño arreglo. Aquel día, estaba enderezando la horquilla delantera. Me dijo que si quería ayudarle y me gustó la idea de trabajar con las manos. Entre risas, maldiciones y cervezas, se nos pasó el tiempo. Fernando era uno de esos tipos amantes del motor en todas sus vertientes. Pero sentía debilidad por las Scooter. Manejaba una desde hacía tiempo ya que a sus cincuenta y cinco años ya no le apetecía romperse la espalda con un pepino. Día tras día se fue forjando una amistad mientras recuperábamos el cuerpo, y es espíritu de la B650. Por fin, seis meses después, la moto estaba lista para recibir las nuevas piezas exteriores. Las habíamos pintado de negro, tal y como estaban en la original. Tan solo un pequeño detalle la diferenciaba de aquella que fue en su momento. Tras el cromado metalizado de las letras y el número habíamos pintado en rojo la palabra “Phoenix”. Había renacido la Burgman de Eduardo. Ya estaba preparada para rodar de nuevo.

El sol se reflejaba en el negro brillante, mientras los cromados mostraban claramente el tiempo que se les había dedicado.

-¿Sabes montar en moto?

- Creo que me acordaré

-Este fin de semana la sacaremos.

Estuve pensando en ello a cada momento y me gustaba la idea de pasear en algo que yo había ayudado a reconstruir. Me hacía feliz la idea de salir con la Mega por esas carreteras que había abandonado desde que encontré a Eduardo tirado en la calzada. Sonreí. Un compañero me vio y corrió la voz. Desde ese momento tuve que soportar sus ironías, pero no solo no me importaba si no que las seguía para el asombro y contento de todos ellos. Les conté toda la historia. Tenía la necesidad de compartirla.

Y llegó el domingo. A las 9,30 estaba en el taller de Fernando. Las dos Burgaman esperaban majestuosas frente a la puerta. Una plateada, la otra negra, ambas brillantes e impacientes. Fernando las miraba con orgullo. Había mucho mimo en cada una. Sobre todo en la “Phoenix”. Todo lo que había aprendido a lo largo de muchos años de trabajo lo había volcado en la reparación de esa preciosidad. Me miró, y sin decir una palabra me entregó las llaves. Al ponerla en el contacto, sentí algo que no puedo explicar, pero tenía la piel de gallina. Arrancó a la primera. La dejé rugir mientras calentaba sus tripas e imitando a mi nuevo compañero me puse el casco, los guantes y cerré la cazadora. Monté por primera vez y respiré. Al acelerar me di cuenta de que esa moto estaba hecha para mí. Mientras salíamos de Madrid rodando con cuidado, miraba orgulloso la envidia del resto de los conductores que nos veían alejarnos. A no más de 100 km por hora, teníamos que despertarla, llegamos a Aranjuez. Fernando me miró fijamente y dijo:

-¡Está viva de nuevo!. Ya tienes moto y te garantizo que vas a sacarle un buen dinero si la quieres vender.

Una sensación de angustia se me clavo en el alma. ¡Tenía que venderla! Esa fue la idea desde el principio. Pero tras nuestra primera salida algo cambió. No dije nada y Fernando corrió la voz de que tenía una Burgman a la venta, pero ninguno de los posibles compradores acababa de decidirse. Mientras, cada día iba a trabajar en la “Phoenix” y me acostumbraba más y más a su manejo. Eramos uno por esas carreteras. Cada fin de semana rodaba con ella, llevando a alguna de mis compañeras. Fernando me miraba y sonreía. Un día, estando en el taller buscando la manera de colocar un MP3 en el cofre, me dejo caer la posibilidad de apuntarnos a una concentración. Se viajaba a Cantabria para reunir a más de 200 Megas en la localidad de Comillas. El ya la conocía y repetía cada año. Si no se vendía la moto, podría ser la oportunidad de mostrarla a mucha gente. El resultado de su renacer no podía ser más espectacular y seguro que le saldrían muchos novios. Me pareció una buena forma de pasar un fin de semana y acepte sin demasiados rodeos. La preparación resulto tan divertida como emocionante. Sería la primera vez que viajaba tantos kilómetros sin mi viejo cuatro ruedas.

El segundo fin de semana de Mayo, un viernes por la mañana nos reunimos con el resto de los viajeros. Un grupo singular en el que había todo tipo de personas. Conocerlos fue acercarme a un mundo distinto. Todos tenían la misma pasión por la Scooter. Les contamos el porque de llamarla “Phoenix” y quienes estuvieron en el funeral de Eduardo comentaban lo feliz que estaría al ver de nuevo su Mega rodando en manada. De pronto, entre tantas motos y tanta gente, me pareció ver una figura conocida. Celia, ataviada con una chaqueta negra de cordura y los pertinentes pantalones de viaje, caminaba hacia mí sonriendo.

-Quería verla en su renacer. Perdona, pero Fernando me ha mantenido informada durante todo este tiempo. Juntos preparamos esta pequeña encerrona. Por eso estoy aquí...¡Voy a viajar contigo!... ¡Si no te importa claro...!

-¡Ahora entiendo porque insististe tanto en montar la maleta!. ¡ Serás liante!...

Pero hoy nada me molesta, además ¿quien mejor que tu para inaugurar la “Phoenix” en su bautismo de concentración. En parte eres la culpable de que yo este aquí. Tu y Eduardo, que seguro que esta sonriendo el muy cabrón.

Entre bromas, empujones y lágrimas, nos pusimos en marcha. La “Phoenix” estaba muy alegre. Ronroneaba como un gatito y brillando como nunca, cubrió la distancia que separa Madrid de Comillas sin quejarse ni una sola vez. Celia disfrutaba como una niña. – “Ahora le entiendo” – decía, y mientras le recordábamos, pasamos uno de los mejores fines de semana de nuestra vida. En Comillas, los organizadores, montaron en la playa un homenaje a Eduardo y a todos los fallecidos en las carreteras. Se les recordó con cariño, bromeando, contando sus anécdotas más divertidas. Frente al fuego y junto a toda aquella buena gente tome una decisión.

-Fernando, no quiero vender la moto. No podría abandonar este mundo. Ahora no. De modo que si alguien más te llama preguntando por ella le dices que ya no se vende.

-No creo que llame nadie. Hace tiempo que no corro la voz. De hecho a los primeros ya les desanime con un precio abusivo

-¿Tu sabías que me iba a quedar con ella?

-Y no solo yo. Ambos lo imaginábamos.

A mi espalda apareció Celia sonriendo. Les abracé y brindamos por una nueva vida.

El resto del viaje resulto inmejorable. Tanto que la vuelta a casa supuso un palo muy curioso. Pero desde el lunes, comencé a pensar en la siguiente. Y lo mejor, es que no estaba solo mientras disfrutaba de los preparativos.


Luis Portal Teijeiro

21/3/11

Los de siempre

El Domingo Salí en moto. He de dar las gracias a quienes lo hicieron posible, porque hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien. Me reuní con algunos amigos. Con los que hicieron posible muchos relatos de viajes maravillosos, con los que de verdad me apetece salir siempre. Y lo pasamos muy bien. Apenas 200 Km., no fue una de esas salidas a rodar que tanto me gustan. Se trataba de tomar el aperitivo entre buena gente, y aprovechar el sol para sacar las motos. Con el sol comenzando a calentar motos y motoristas partimos hacia Nava, donde íbamos a reunirnos con otro grupo de amigos. El encuentro trajo consigo los añorados abrazos entre colegas, las felicitaciones por volvernos a reunir y la sensación de que estábamos los que deberíamos estar. Desde allí cogimos la carretera nacional para llegar hasta Ribadesella, lugar ya tradicional para tomar un aperitivo a media mañana. La ruta se hizo sin problemas, a media velocidad, para desesperación de Kadio, pero disfrutando de cada kilómetro de ruta. Volvía ver los paisajes que me enamoraron desde que llegue. A oler los campos, a sentir la tierra… ¡Que gozada! Podía mirar a los lados con la tranquilidad de saber que iba a ser un buen día. No podía ser de otra manera. Respirábamos el mismo aire, pero se notaba que los ánimos habían mejorado.
En Ribadesella, ciudad de encanto y bullicio dominguero, pasamos de una punta a otra ante la curiosidad de los paseantes. Éramos 12 motos y parecía un desfile organizado para el disfrute de los turistas. Gracias a un día despejado, quienes gustan de pasear por el puerto salieron a recibir los rayos de un sol escaso en las últimas semanas. Todos parecían pasarlo bien, y a ello contribuyo el paso rugiente de nuestro curioso grupo. Salvo por un par de idiotas con demasiado alcohol en el cuerpo, el aperitivo transcurrió tal y como lo recordaba de un principio. Decidimos, lo hicieron por mí, prolongar la jornada con una comida en Benia de Onis. Gracias Batu y Helena. De modo que hasta allí nos fuimos, de nuevo en manada, después de despedirnos de los muchos moteros que paraban en la misma zona.
Recogimos a mi alma gemela en Cangas y marchamos con el estomago preparado para recibir un autentico festín de sabores. En Casa Moran se come una muy buena fabada y un mejor arroz con leche. Y a ello nos aplicamos con deleite. La charla de después se prolongo hasta las cinco. Había que pensar en marchar. Pero Villaviciosa nos llamaba. Guerri quería tomar café con nosotros, ya que no pudo unirse a la comida por asuntos de familia.
Por la nacional hasta Infiesto, donde cortaríamos hacia la Villa por la encrucijada. La nueva carretera que nos mostraba un asfalto perfecto y unas curvas muy divertidas. Pero aquí se separaron las BMW´s, querían correr y el Fitu les apetecía más. En Villaviciosa volvimos a encontrarnos. Después de un cafetín y la charla correspondiente, nos despedimos. Un grupo, los que vivimos en Oviedo, decidimos cerrar la tarde en El Güelu, lugar ya conocido y en el que Fran siempre nos recibe con una sonrisa. Esta vez no quedamos a cenar. Con pena y citándonos para otra ocasión, pusimos rumbo al hogar. Fue un gran día. Gracias por hacerlo posible.