22/4/11

La Hermandad

Cuando sonó el despertador y abrió los ojos, enseguida se dio cuenta de lo que le esperaba. Con mucha más actividad que en los diez últimos años, se levanto de la cama y se dispuesto a pasar el día de la mejor forma posible. Preparo un desayuno distinto. Esta vez se permitió comer galletas de avena y la mantequilla que su proveedor le había hecho llegar. Miro por el escaso ventanuco de la casa y comprobó que a su alrededor no había cambiado nada. Su mundo no parecía saber que hoy iba a ser un día especial. Vistió la ropa de siempre y se puso la chaqueta que le había sido entregada al llegar. Vieja por el paso de los años, pero sin llegar a resultar atractiva, los colores parecían haberse apagado, tornándose en una variedad de grises que resultaba tan aburrida como el entorno. Torció el gesto con desagrado, pero enseguida, una sonrisa se dibujo en su rostro. Esa era la última vez que vestiría semejante aberración. Cogió el casco de forma automática y bajo por las escaleras los tres pisos que le separaban del garaje. Al fondo, entre otro montón de espantosas motocicletas, esperaba su condena. Una Racing eléctrica de color verde pistacho, con más arañazos de los que una persona inteligente podía aguantar. Ni un cromado, ni una mala calavera. ¡Un horror! Al arrancarla, volvió a sentir aquella sensación que le estuvo oprimiendo cada mañana en los últimos diez años. Movió la cabeza y sin querer pensar en ello salio disparado hacia la puerta que le llevaría al exterior. Motos y más motos, todas iguales a cada lado del enorme garaje parecían decirle adiós con envidia.
Un día más, el último afortunadamente, condujo con nerviosismo hacia la autorruta que le llevaría a la oficinas del MIC (Modulo de Investigación del Comportamiento), para realizar el último chequeo. En el, había prestado sus servicios desde
que llego al centro. Tuvo que reducir la velocidad al llegar a la autorruta, ya que los radares se activaban a su paso. La ley de 2011, todavía vigente, no permitía conducir a más de 110 km/h por lo que los viajes se hacían tremendamente aburridos. Incorporado al tráfico de cada mañana, se dejaba llevar por el recuerdo de tiempos mejores. Tiempos de ruta y paisajes, tiempos de amigos. Intentando olvidar una conducción exageradamente lenta, paso los 20 minutos que le separaban del centro de trabajo. Mirando alrededor, apenas distinguía las diferencias entre los vehículos. En su desvío, otras muchas máquinas le acompañaron hasta el gigantesco aparcamiento numerado que el MIT ofrecía a sus internos. Como en una desesperante procesión de almas grises, se dirigió al torno BV35, por donde hizo pasar su tarjeta en lo que sería su último control en el Centro. Nadie parecía conocerle, lo cierto es que casi nadie hablaba. Se miraban con desidia unos a otros, de forma fugaz. Creyó detectar envidia en uno de sus compañeros, pero enseguida desecho la idea por absurda. En los 10 años de permanencia apenas observo un atisbo de sentimiento en quienes le rodeaban. Todos estaban institucionalizados. Su reducto laboral se encontraba en la planta 33, donde apenas se oia el constante rumor del aire acondicionado. Miro su lugar de trabajo y sintió frío. Pensar en pasar aunque fuera un día más en aquel lugar le erizaba el cabello.
En la pantalla de su ordenador se encontró con la agenda diaria parpadeando. A las 10,30 tenía que presentarse ante el supervisor para la gestión administrativa. Firmar su salida era el punto culminante, justo después de que le entregaran sus objetos personales. En 10 años apenas había cambiado, un poco más de pelo, no se permitían los rapados, afeitado con exagerada pulcritud, y un par de kilos de menos producto del ejercicio que se veía obligado a realizar para olvidar donde se encontraba. Con menos sigilo que en otras ocasiones, tecleo la dirección de una página sobre el tiempo y devolvió los correos que le demandaban informes, remitiéndolos al supervisor, quien se encargaría de redirigirlos a quien correspondiese. Miraba la hora constantemente, y al llegar las 10,30, una alerta apareció en la pantalla. ¡Había llegado el momento! Apagó el ordenador y ante la sorpresa de sus compañeros, se dirigió hacia la puerta de salida. Alguno comprendió lo que ocurría, los que llevaban allí más tiempo. El resto meneaba la cabeza creyendo que iba a ser reprendido. Cuando se supo fuera del alcance de las cámaras, se volvió y con un silencioso gesto de su mano dejo claro lo que opinaba. Mientras andaba por el pasillo apenas podía reprimir la sonrisa. Llamó repetidas veces a la puerta del controlador, y cuando este le hizo pasar, entro decidido a encontrase con su pasado. Presento la tarjeta y dijo, - ¡Último día! - Le miraron de arriba abajo y mientras contestaba a las preguntas de rigor, recordó porque había llegado allí.
-¡Conducir a 120 km/h le supone 10 años de retirada!- decía el juez. En el año 5130, la velocidad, y más si ibas en moto, podía salirte cara. Además, la hermandad no estaba bien considerada por la Ley. Siempre se habían destacado por su lucha contra algunas de las absurdas leyes aprobadas desde la nefasta crisis del siglo XXI. Con la sentencia, le fue retirada su custom para ser reciclada. Los primeros años en el centro, creyó que no aguantaría. No se le podía visitar. El efecto del retiro debía ser inmediato y total, por lo que nada más supo de la hermandad. Cada día un horror y cada noche una pesadilla. Pero aprendió a esconder su estado de ánimo y logro salir adelante los dos primeros años. Después todo fue más fácil.

El Centro se encontraba bajo una enorme cúpula de acero. Fuera del alcance de quienes quisieran atacarlo y su ubicación, quedaba cercada tras un altísimo muro que rodeaba el perímetro en su totalidad. Por aquellos días, la población del Centro doblaba a la de cualquier populosa ciudad del siglo XX. Desde el primer día, los vigilantes del Centro, se empeñaban en hacerles olvidar la vida que habían llevado. Se trataba de que el custodiado saliera del perímetro completamente rehabilitado. Con una gestión agobiante del tiempo, llenaban los días de trabajo y ocio controlado, dirigido todo a ese mismo fin. Ropa anodina, una motocicleta para el transporte individual, un piso de no más de 50 metros, y cientos de cámaras de vigilancia completaban el paquete con el que tuvo que vivir durante su estancia. Aunque las condiciones imitaban casi a la perfección el exterior, no era lo mismo. El tiempo y la rutina convertían a los encerrados en monigotes sin apenas voluntad. Todo estaba prohibido. La música, clásica, y seleccionada. La lectura, escogida…Afortunadamente, se podía conseguir libros prohibidos gracias a ciertos proveedores. Y durante 10 años, esos libros y la imaginación desbordante que siempre tuvo le mantuvieron cuerdo.
El jefe de la seguridad del Centro le entrego un abultado paquete, con todo lo que llevaba el día de su retirada. Por seguir con la actuación, casi ni le presto atención. Lo miro por encima y asintió con un gesto. Una lanzadera le llevo hasta el borde del perímetro, a unos 20 km del límite vigilado. La cámara le siguió hasta un enorme portón que daba entrada al pasillo de salida. Anduvo durante una eternidad, para llegar ante una triple puerta de acero. Al abrirse, la luz del sol le cegó. No pudo ver nada durante unos segundos. Metió la mano en la bolsa y saco las gafas de sol tanto tiempo olvidadas. Cuando hubo acostumbrado la vista avanzó lentamente hacia la carretera. Tenía que coger un transporte comunitario que le alejase de aquel lugar. De pronto, como un espejismo, comenzaron a dibujarse las líneas de lo que parecía ser una multitud ruidosa. Hecho la mano a la frente y espero. Lo que vio casi le hace llorar. Una perfecta formación de motocicletas rodeaba la furgoneta negra. Sobre ella, creyó ver su pasado. ¡Pero no era posible, las custom eran destruidas! Sin embargo allí estaba, grande, negra y limpia. Pararon apenas a 3 metros y de la primera moto bajo su hermano, un poco más viejo y más gordo, pero igual de feo. Se conocieron de pequeños, y nunca se habían separado más de dos días. Hasta su retirada. Mientras el resto permanecía sobre las monturas, los dos amigos se abrazaron con fuerza. Entonces comenzaron a sonar los motores, uno tras otro formando un estruendo acompañado por los gritos de toda la hermandad. Allí se acabo el orden, todos corrían a abrazarle y a darle golpes en la espalda, hasta que se fueron separando para dejar paso a la máquina. Ladeo la cabeza para contemplarla y por primera vez desde hacía 10 años se sintió vivo. - ¡La hicimos para ti!. ¿Creías que te habíamos olvidado?- Se quedo mirándola hasta que alguien dijo,-¡que, ¿nos vamos?!- Entonces comenzó a desnudarse allí mismo y saco de la bolsa sus antiguos pantalones, un cinturón de cuero con la hebilla de plata, su vieja camisa de The Punisher, unas gastadas botas y la cazadora. A la espalda el aguila de su hermandad, por delante, un viejo parche que rezaba, “Honor y Lealtad”. Cabalgo su montura y al hacerla rugir respiro profundamente. -¡Llévanos!- le dijo su hermano, y ocupando el primer lugar en la formación avanzo con la cabeza levantada hacia lo que seguro iban a ser un futuro lleno de sol y rutas. Lanzo un grito que sonaba a libertad y mientras se alejaban, una hoguera consumía los restos de un tiempo que pretendía olvidar lo antes posible.