Por eso hoy, tantos años después, sigo disfrutando de cada minuto de este clásico parido en los teatros de Broadway. Y por eso fue tan importante la salida de este sábado. Había olvidado lo que era rodar sobre una moto sin pensar nada más que en disfrutar del paisaje, de las carreteras, de los pueblos… Y es que todo se acaba arreglando. Al menos eso voy a pensar cada día hasta que me abandonen las ganas de vivir. Meternos de lleno en el Valle del Ponga fue como una vuelta atrás en el tiempo. Por un instante, logramos detenerlo para contemplar emocionados la caída de las hojas. Por un instante volví a sentirme joven, a pesar de que los años pasan factura, y el tiempo sin rodar hace aparecer dolores que ya creíamos desterrados.
Llegar a Beleño fue una aventura. Algunas carreteras, repletas de hojas caídas, presentaban la humedad de las sombras, y quietas, recordaban un tiempo sin circulación. Los pequeños pueblos y las brañas que atravesábamos configuraban un paisaje tan asturiano como reconfortante y poco a poco conseguían hacerme recordar el motivo por el que quise volver a mi tierra. No soy hombre de acentos, apenas se me pegan los giros que tan simpáticos se me hacen al oído, pero mi corazón habla en bable y mis ojos se entusiasman al recibir los verdes y los ocres de cualquier monte asturiano. Beleño no es más que un pequeño pueblo situado en el concejo de Ponga, es su capital, pero visto desde el mirador situado al otro lado del valle, parece como si alguien lo hubiera pintado de forma exquisita en mitad de la ladera. Tan bello y singular que en el momento de partir hacia Cangas de Onís, para cerrar un precioso día, quise volver a mirar y asegurarme de que tan evocadora imagen tardara tiempo en borrarse de mí retina.
Hacia el Puente Romano de Cangas, las carreteras se estrechaban sorteando barrancos y ríos, serpenteando por entre las montañas del concejo. Una imagen de la Santa Compaña se me vino a la cabeza en la película de José Luis Cuerda, “El Bosque animado”. Alfredo Landa, magistral, recorría parajes similares a estos, llenos de misterio, brumas y leyendas. Y a nuestro paso, las hojas caídas parecían avisarnos del tiempo en el que nos encontrábamos. Ya frio por el mes y por la hora, el paisaje que nos envolvía paraba de vez en cuando mis latidos, y los ojos se afanaban en guardar cuanta belleza pudieran abarcar. Los colores del otoño siempre me gustaron y un día como este no iba a ser menos.
Ya de noche, la vuelta a casa supuso un constante recordar lo vivido y soñar con lo que me queda por hacer en esta tierra. Si además, añades un grupo con el que la comida se convierte en una celebración y el buen humor guía cada paso, ¿qué más puedes pedir? Solo una cosa, ¡repetir cuanto antes!
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