Hoy
ha sido uno de esos días en los que no tenía mucho tiempo pero si unas ganas
inmensas de hacer kilómetros. De modo que, nada más salir de mi recién
estrenado trabajo, no pierdo ocasión de alegrarme por ello, desempolvé la Varadero
y me dispuse a rodar hasta que se me quitase el mono de moto. Lo decidió ella,
no yo, y pusimos rumbo a Pola de Siero, con la idea de atravesar por la Campa
hasta llegar a Villaviciosa. Pronto el nerviosismo de mi montura hizo que
acelerase por encima de lo que mi habitual prudencia me dicta a tan pocos kilómetros
de la salida. Pero quise pasar las curvas disfrutando del rugir del Pascualin y
me lance a la carretera girando curva tras curva hasta llegar a la Villa. En
algunas he de reconocer que estuve bien, pero en otras me parecía escuchar
ciertas voces expertas recriminando mi falta de concentración. ¡Tan malas
fueron!
Tenía
que concentrarme aun más en el siguiente tramo. Pero mi cuerpo estaba en otro
menester. Al salir de forma tan precipitada de mi casa olvide comer,
algo a lo que de forma caprichosa, me
he acostumbrado en los últimos años. De modo que mi estomago comenzó a hacer
unos ruidos que ni la moto de Rober superaba. Y como visitar el chiringuito
siempre es una buena idea, puse rumbo a Arriondas para bien llantar y mejor
libar. Las chicas estaban demasiado ocupadas, por lo que la charla fue efímera,
pero siempre es un placer comer allí, tanto por el trato, como por la ubicación.
Mientras saboreaba un asturiano y dos botellas de agua fría, estaba deshidratado,
pensé por donde podía volver y recordé la carretera que va desde Infiesto a la
Villa, que no por conocida resulta menos atractiva. Así, tras despedirme de las
muchachas rodé con suavidad hasta el desvío que me llevaría de nuevo hasta
Villaviciosa. Allí se disiparon mis miedos, y giro tras giro, con apenas
ligeros toques de freno trasero, disfrute de un tiempo de bonanza sobre mi altísima
compañera. Intuía la sonrisa de mis voces expertas al comprobar que trazaba con
acierto y elegancia el 90% de las curvas que iban apareciendo ante mi. Cuando
me quise dar cuenta estaba en la Llorea, y tras una visita somera al campo de
golf, pude comprobar que a pesar de los años sin practicar y los kilos que se
han ido adhiriendo a mi cuerpo-escombro, aun puedo presumir de cierta elegancia
manejando el hierro 7. ¡Una tarde estupenda! Pocos kilómetros, pero intensos, y
eso sí, me ha servido para olvidar el cansancio acumulado en la semana. Al
menos hasta ahora, cuando ya en casa, descubro que mi cuerpo serrano se queja a
cada paso que doy. ¡Pero mereció la pena que coño!
Pd) En esta ocasión no tenía tiempo ni ganas de parar
para hacer fotos ilustrativas, por lo que os emplazo a usar la imaginación para
encontrar esos rincones tan conocidos de la ruta descrita
Agradecimientos: Esta crónica no hubiera sido posible sin la
colaboración de nuestro maravilloso paisaje asturiano y el buen hacer de Bea y
Lydia en el Chiringuito Motero